viernes, 31 de julio de 2009

El diablo: reflexión acerca de los valores contenidos en la imagen Valoración de las características estéticas de la imagen del demonio perteneciente

Mari Carmen Orea Rojas

Sabemos que una determinada imagen puede llevar a cuestas cargas de significado muy diversas entre sí y con ello, ser valorada de diferentes maneras. Sin embargo, hay imágenes para las cuales sólo parece haber un tipo de interpretación. Más aún. A pesar de que cada uno de nosotros puede valorar una imagen de manera diferente, no es esto lo que define al estudio de la axiología como tal. Una reflexión sobre el valor de una imagen irá enfocada, en este caso, a sus características estéticas como premisa básica de las características éticas o morales a que esta imagen trata de hacer referencia.

Revisaremos una imagen en particular para ejemplificar lo anterior: el diablo. Se propone una reflexión acerca de la supervivencia de un mito muy antiguo, como es de la personificación del mal a través del tiempo gracias, fundamentalmente, a sus características estéticas, cuya valoración por el receptor de la imagen es la que ha contribuido a fijar ésta en el ánimo de la sociedad. La imagen, y no el discurso sobre ella es la que contiene los elementos primordiales, tanto de una norma socialmente instituida, como de una valoración por parte de aquellos a los que la imagen ha sido destinada.

Y no se trata sólo de examinar una imagen popular, sino que revisaremos la valoración que se otorga a la imagen del diablo presente en el arte. Básicamente, es esencial considerar que para el cristianismo la formación religiosa se da a partir de una “pedagogía del ver”: “Se trata de tener presente la catequesis pastoral desarrollada por el arte, hecho máximo en los tiempos de la Edad Media cuando el exceso de analfabetismo imponía la forma” (Cantó, 1987, p. 91).

Esta es la principal razón de que los principios básicos de la formación de una imagen dentro del imaginario católico universal se sujeten a parámetros establecidos por un determinado grupo social o poder instituido: "Podríamos decir que toda conducta humana está regulada por el conjunto de valores que cada cual asuma, consciente o inconscientemente. A cada paso que damos tenemos que asumir alguna actitud, dependiendo de lo que nos parezca bueno, malo, bello, sublime, ridículo, correcto, incorrecto, altruista, egoísta, justo o injusto y muchas otras valoraciones más" (Fabelo, 2001, p. 5)

La imagen del demonio judeocristiano resume en sí, como un mito venido de la interpretación antigua y muy remota del mal universal, una valoración más particular del problema del mal. El mito sitúa la explicación del mal en la narración de su origen. Refiere el orden general de las cosas y cómo se va de él a la circunstancia particular. A partir de la explicación del origen del mal se llega a una reflexión sobre éste. En el mito se halla una explicación al mal global. Pero éste es insuficiente para explicar el mal que vive en cada uno, el que vivimos a diario. Así, la imagen cristiana del diablo, del demonio, es una explicación a porqué vivimos el mal día a día, es una interpretación más particular de un asunto universal.

Para llegar a esta conclusión, comencemos por revisar las diferentes posturas que podrían darnos una clave acerca de la interpretación que daremos a esta imagen en relación con los valores.
Comenzaremos por la visión que nos otorga la postura naturalista desde los griegos: Demócrito y su pensamiento acerca del valor como lo bueno y del antivalor como lo malo, lo perjudicial, lo que no causa deleite en modo alguno. Así, el mal sería: “lo perjudicial y lo horrible es lo antinatural” (Fabelo, 2001, p. 22) .

A partir de esto supondremos que la justa representación de la imagen del mal debe ser, precisamente, lo horrible. Este es un punto acerca del cual la Iglesia Católica no ha variado un ápice en muchos siglos. Y así como Demócrito descubre que no es el deleite el criterio de valioso y viceversa, para la iglesia católica también es la ignorancia la causa de lo malo o erróneo de las acciones del hombre. “La causa del error –dice [Demócrito]- es la ignorancia de lo mejor” (Fabelo, 2001, p. 23) . De esta cuestión no tenemos mejor ejemplo que el Génesis donde la imagen de lo demoníaco y del mal hace su aparición por primera vez en la Biblia y quizás también en todo el imaginario judeocristiano, con la figura de la serpiente tentadora. Aunque la causa de lo malo para el hombre parece ser el descubrimiento de la ciencia del bien y del mal, o sea, tomar conciencia de que estas polaridades existen, en realidad el mensaje que podríamos extraer como interpretación, y de esta forma, la valoración del hecho, es que, al desconocer el hombre, por su ignorancia, las cosas del mal, lo que le perjudica, lo que de ningún modo podría ocasionarle deleite, no tiene opción de escoger lo mejo para él, y de esta forma, cae en el error.

Sin embargo, hay otro elemento que se refiere directamente a la representación de lo malo y es que no hubiera ocurrido nada si no hubiese un motor para que las cosas se dieran: si la serpiente no hubiera tentado a Eva, ella y Adán jamás hubieran desobedecido la orden de Dios. Por lo tanto, podemos culpar a la serpiente, y con ella al demonio que se supone es, por todos los siglos de errores y maldad, que, en vez de corresponder al hombre la culpa de sus propias acciones, las deposita en una imagen que toma para él mucha realidad. Así, el mito adámico nos lleva a pensar que hay algo anterior al Hombre, algo que lo supera en cierta medida, que le lleva al mal. Vemos el mal como algo ajeno y distinto a nosotros.

Debido a que la Iglesia Católica, al parecer, no ha superado este concepto axiológico naturalista, el resto de las posturas, que corresponden a la etapa modernista y posmodernista no parecen aplicables para estudiar el problema que se presenta en estas líneas, pues la raíz de dichas posturas está en la Ilustración, en donde, históricamente, es bien conocida la oposición a las cuestiones dogmáticas religiosas. La misma concepción naturalista desde su despliegue en el Renacimiento nos habla de que “los valores se asocian a la acción de las leyes naturales. El hombre mismo es asumido como un ser natural, una parte más de la naturaleza.”(Fabelo, 2001, p. 23) . Para los subjetivistas, si los valores están en el firmamento ideal al igual que las ideas platónicas y no convivimos con ellos sino con los bienes que son su manifestación real, entonces el mal debería estar también en una esfera supraterrenal, y no en nosotros, conviviendo sólo con sus manifestaciones cotidianas. Por supuesto, para los subjetivistas la responsabilidad del valor cae únicamente en el hombre.

Para los sociologistas, es la sociedad la que determina dichos valores, sin embargo, ese espíritu colectivo desborda al individuo y entonces ellos “asumen esos valores como una realidad que los trasciende, como algo dado, incuestionable, como cierto ordenamiento que deben acatar y respetar para sentirse plenamente incorporados a la sociedad a la que pertenecen” (Fabelo, 2001, p. 23). Quizá podríamos hacernos eco de esta postura si suponemos que los valores que la Iglesia ostenta como salidos de su pensamiento salieron primero de la sociedad y ella sólo los recogió y les dio norma y forma. Talvez en un principio fue así. Si consideramos la prohibición del Antiguo Testamento de no comer carne de cerdo como una medida sanitaria que debía ser divinizada para poder ser aplicada con efectividad, entonces sí podemos.

Sin embargo, muchas de las normas morales que se siguen día a día, a pesar de que han sido impuestas por la Iglesia Católica a través del tiempo, han tenido tal acogida en la sociedad que profesa dicha religión que han sido aceptadas y retomadas como normas sociales, imponiéndose así prácticamente un sistema de valores que son inatacables, que la mayor parte de las veces, se encuentran a caballo sobre una serie de imágenes que dan testimonio de dichos valores y los corroboran. En este caso, la imagen del diablo y los infiernos son el freno social, moral y ético para muchos dilemas individuales. Al mismo tiempo, son el pretexto para liberar de culpas, en última instancia, al individuo, pues la cuestión del libre albedrío que plantea la Iglesia como la explicación al mito adámico y al problema de la existencia del mal nos deja en las manos, al género humano, una responsabilidad demasiado grande.

Debemos dirigirnos entonces a la postura institucionalista, donde se nos habla de poderes y valores instituidos. Veamos una cita:

La caída de los ángeles y de nuestros primeros padres habían sido provocados por un pecado del espíritu: la soberbia. Los teólogos, hombres del intelecto, describieron sus consecuencias en términos terribles pero abstractos: la fractura del orden, la irrupción del pecado original. Los místicos veían esta tragedia con el corazón: el mal era para ellos la desolación, la acedía, el alejamiento del amor de Dios. Por su parte, el pueblo llano, más a ras del suelo, se preocupaba fundamentalmente por las dimensiones corporales y sensibles del castigo: la muerte, el sufrimiento. (Alfaro en Artes de México)

Esta cita es importante para hacernos notar la importancia de las imágenes al momento de introducir una forma de pensamiento, una ideología. Sin importar cual sea el temor que las imágenes relacionadas con lo demoníaco inspiren, cumplen una función muy importante. Recordemos que en el institucionalismo, en la relación entre poder y valor, el poder “tiende siempre a normar y regular la convivencia y actividad conjunta entre grupos humanos”. Y si revisamos la cuestión de los valores a partir del análisis del poder, nos encontramos con que son las características estéticas de la imagen demoníaca las que funcionan como sustento de los objetivos que en ella se han puesto, que son la represión de lo sensorial, de lo sensual, del ir más allá de las normas instituidas por el poder eclesiástico de una comunidad. Entendemos poder:
Como una tecnología o mecanismo que trasciende la tradicional esfera de la política y que cubre y se ramifica a través de toda la realidad social, es, en cierto sentido, la génesis misma de lo valioso. Los valores son constituidos y sacralizados en los marcos de ciertos discursos con mayores o menores posibilidades de arraigo cultural y con abiertos y sutiles mecanismos de poder que les permiten su institucionalización. (…) A través del poder un determinado discurso se instaura como verdad (Fabelo, 2001, p. 63-64).

Sin embargo, insistimos en que, en este caso, no fue la fuerza el discurso sino la de la imagen la que ha hecho que el mito del mal sobreviva y obtenga fuerza a través de su corporeidad. Un discurso tan vivencial y sensorial como es el que se propone para los Ejercicios Espirituales no hace más que confirmar esta teoría, con sus descripciones que involucran a todos los sentidos en la representación de los horrores infernales.

El miedo al diablo está impuesto desde hace muchos siglos en la mentalidad y el corazón de los hombres merced a sus características estéticas. La fealdad de la imagen representa una cualidad interior. Gracias a esto es que en diversas manifestaciones artísticas como las que siguen al “feísmo” presente en el tenebrismo barroco español valoramos al personaje con estas características como malo, desagradable, perverso. Lo hacemos hasta en nuestra vida cotidiana: “Es feo, pero es buena persona”. Parece que necesitáramos hacer la aclaración para evitar sentir aversión hacia alguien. La valoración estética nos lleva a la valoración moral, incluso ética, pese a que Kant haya propuesto separar los tres planos de la razón y no mezclarlos al llevar a cabo una valoración en cualquiera de los tres.

Mirar y temer la imagen del diablo es recordar todo un conjunto de valores pregonados por el catolicismo durante muchos siglos y al mismo tiempo, toda una carga de comportamiento y normas sociales impuestas a través del tiempo. Es recordar y sobre todo asumir una serie de valores impuestos como verdad desde el poder.

Bibliografía

Alfonso Alfaro; La madriguera de las pesadillas; en Artes de México. Serpiente Virreinal; Nº. 37
Cantó Rubio, Juan; La Iglesia y el Arte; Encuentro Ediciones; Madrid, 1987
Fabelo Corzo, José Ramón; Los valores y sus desafíos actuales; BUAP; Mëxico, 2001
San Ignacio de Loyola; Ejercicios Espirituales; Ediciones Paulina; 6ª. Edición, México

Virginia Wolf y Un Cuarto Propio

Virginia Woolf es una de las escritoras más reconocidas del siglo XX por ser una de las principales representantes del movimiento feminista. Nació en Londres y fue descubierta a partir de su ensayo Un cuarto propio, obra en la que expone las dificultades a las que se enfrenta una mujer que desea escribir y entrar al ámbito intelectual, en un mundo dominado por los hombres. A continuación, se presenta un resumen del texto, donde destaca la síntesis del pensamiento feminista de la autora.

La obra comienza en el Colegio de Fernham, cuando la autora intenta hilvanar sus pensamientos y genera una idea a la orilla de un lago, pero le es imposible, debido a una serie de interrupciones. Tampoco es recibida en la biblioteca, por su condición de mujer. Luego, se dirige al comedor, donde medita acerca de la frugalidad y sencillez de su comida, mientras la conversación se desvía a temas sin fin. Entre tanto, ella no deja de pensar en la construcción del Colegio donde se haya y se pregunta acerca de la fundación de éste. Piensa que para construir colegios masculinos, hubo mucho dinero de por medio, pero no para Fernham. Y aunque la cantidad conseguida fue buena, 30,000 libras, no habría lujos ni en la comida y mucho menos se podría pensar en tener cuartos propios.

A continuación, reflexiona acerca de porqué Fernham no contó en su fundación con 200,000 o 300,000 mil libras, pues de haber sido así, en vez de una conversación disparatada, se habría podido estar hablando de ciencias. Si la madre de Mary Seton, una de las fundadoras, no hubiera tenido 13 hijos, y hubiera dedicado su vida a ganar dinero y hubiera sabido ganar su propio dinero en vez de recurrir a reunirlo a base de caridad, tal vez. Pero aunque hubiera sabido ganar su dinero, era una época en la que el dinero de la esposa iba a parar a manos de su marido. Así, la escritora llega a la conclusión de que en un sexo hay riqueza, mientras que en el otro hay pobreza. En uno, seguridad y prosperidad, y en otro, pobreza e incertidumbre.

En el segundo capítulo, la autora indaga sobre el porque de la conclusión a la que ha llegado “¿Por qué los hombres bebían vino y las mujeres agua? ¿Por qué un sexo era tan adinerado, y tan pobre el otro? ¿Qué influencia ejerce la pobreza sobre la literatura?” (25) Acude al Museo Británico, ávida de respuestas, y encuentra un sinfín de obras publicadas con el tema de la mujer, convirtiéndola así en un “animal muy discutido”. Los hombres escriben todo tipo de libros sobre las mujeres, pero con alivio descubre que las mujeres no escriben sobre los hombres. Después de elegir una docena de libros, comienza a estudiarlos, escribiendo sus apuntes y notas en una libreta, hasta que esta queda ahogada de escritos y lo que se trasluce de ellos es la pregunta ¿Por qué son pobres las mujeres?

Todos los libros revisados le son inútiles, incluso uno de ellos titulado La Inferioridad mental, Moral y Física del Sexo Femenino, la hace enrojecer de ira. Pero se da cuenta de que el hombre que escribió este tratado en realidad parece estar enojado contra las mujeres por alguna razón. En realidad, se dice, todos los hombres parecen enojados, todos los hombres que tienen poder sobre los demás y sobre todo sobre las mujeres. Las mujeres son un espejo donde los hombres se miran a sí mismos dos veces agrandados. Por eso ellos tienen que hacer inferior a las mujeres, sin eso, ellos no serían superiores. Y por eso también les irrita la crítica femenina, pues si ela quiere decir la verdad, la imagen del espejo se encoge, su capacidad disminuye. En cambio, bajo la ilusión del poderío, el hombre trabaja, gobierna, hacen su día creyéndose y sintiéndose indispensables.

Con ironía, suspende sus reflexiones, dejándolas a las lectoras para cuando tengan quinientas libras al año. Y se alegra de haber recibido la herencia de una tía, que le concede una renta de 500 libras al año. Antes de eso, reflexiona, se ganaba la vida en trabajos pesados pero insignificantes. Pesados en la sensación de amargura que dejaban, insignificantes en el salario. Como por ejemplo, leyendo en voz alta a señoras viejas, haciendo flores artificiales, etc.

Así, tiene asegurados, al menos, alojamiento, ropa y comida y no tiene que odiar a ningún hombre porque ninguno de ellos le puede hacer daño así. Tampoco necesita adula a ninguno. Además, ellos pagan su poder a costa de traer siempre furia, instinto de posesión, codicia y guerra. Al ver esto, el miedo y la amargura de las mujeres se convierten en lástima y tolerancia.

No es posible decir quién es más necesario en una sociedad, si la niñera o el cargador de bultos. Dentro de unos años, piensa la autora, la niñera cargará bultos, las tenderas conducirán locomotoras y las mujeres dejarán de ser el sexo protegido.

En el capítulo tercero, la autora lamenta que las mujeres no hayan escrito tanta maravillosa literatura, cuando parece que casi todos los hombres parecen capaces de escribir canciones y sonetos.

Al revisar un texto, Historia de Inglaterra, de Trevelyan, observa que éste describe la posición de las mujeres en tiempo de Chaucer, como muy desafortunada: las mujeres eran golpeadas, maltratadas por sus esposos, teniendo éstos todo el derecho. No obstante, Trevelyan piensa que la mujer no deja por esto, de poseer mucho carácter y personalidad. De hecho, piensa la autora, si fuera sólo por la literatura, las mujeres serían imaginadas como monstruos de fuerza y hermosura, pero también como seres sórdidos y mezquinos.

Pero en realidad, las mujeres son muy raras: son golpeadas pero la poesía está repleta de ellas. Apenas sabía leer y era propiedad de su marido en la ida real, pero en la novela es la inspiradora de reyes y conquistadores: un gusano con alas de águila.

Y aunque la historia menciona a unas pocas, reinas o grandes damas, ellas no suelen escribir sobre sí mismas ni sus biografías, y apenas algunos datos quedan de ellas.

Luego, la autora imagina qué podía haberle pasado a una mujer que, en tiempos de Shakespeare, tuviera el genio de éste. Por ejemplo, su hermana. Pues hubiera pasado que, a diferencia de su hermano, ni siquiera la hubieran enseñado a leer. Si hubiera intentado abrir un libro, la habrían mandado a zurcir. Y al casarla, frente a las protestas de ella, sólo habría habido la oferta de recibir como obsequio de bodas una enagua y un collar de cuentas. Nunca hubiera podido representar en teatro, pues las mujeres no podían actuar.

Así, cada vez que uno lee sobre una bruja tirada al agua, una curandera vendiendo hierbas o de una poseída por los demonios, incluso en la madre de un hombre célebre, se está tras la pista de una posible novelista, de una Émily Brönté que no pudo ser. La palabra Anónimo que corona muchas obras de la historia, a falta de autor, debió tener como creadora precisamente a una mujer. Cualquier muchacha talentosa que hubiera intentado hacer uso de su talento, a lo largo de la historia, seguro acabó loca, muerta, o bruja, despreciada por todos. O hubiera parido su obra sacrificando su nombre, con la firma “Anónimo” o con un seudónimo, como George Sand.

Y pese a todas las dificultades que los hombres pudieran haber pasado para escribir sus obras, ninguna como las que seguramente pasaron las mujeres que deseaban hacer lo mismo. En primer lugar, dice la autora, la dificultad de tener un cuarto propio, salvo que los padres fueran muy ricos o nobilísimos, y eso, hasta apenas principios del siglo XIX. Pero de dinero, ni hablar. Aunadas a las dificultades materiales, las inmateriales eran peores: con una carcajada los hombres le dicen a las mujeres que quieren escribir: “¿Escribir? ¿Para qué?”.

Y si Shakespeare tuvo mucha fortaleza de ánimo para escribir, difícilmente en el siglo XVI se hubiera podido encontrar a una mujer en dicho estado de ánimo. Esto lo reflexiona la autora en el capítulo cuarto. De hecho, en 1661, Lady Winchilsea escribe airada sobre la posición de las mujeres, excluidas de todo adelanto y de la educación, molesta porque a lo único que las mujeres tienen derecho es a buenos modales, elegancia y baile y molesta también con lo que llama “el partido contrario” (50). La autora lamenta que una mente despejada como la de Lady Winchilsea haya sido empujada a escribir con enojo y amargura. Lo mismo encuentra en otra autora, Margarita de New Castle, cuya obra también se haya desfigurada por el rencor y la indignación. Y así muchas mujeres más. Hasta el siglo XVIII algunas cuantas mujeres comenzaron a escribir. Pero todas escribían novelas, quizá, piensa la autora, esto se deba a que debían escribir en cuartos comunes y además, eran interrumpidas frecuentemente, pues difícilmente contaban con media hora totalmente de ellas. Así, es más fácil escribir narrativa que poesía o drama. Se requiere menos concentración. ¿Qué hubiera sido de estas escritoras si hubieran contado con una renta anual y un cuarto propio?, se pregunta la autora.

Y actualmente, observa la autora en el capítulo quinto, hay tantos libros escritos por mujeres como por hombres. Y no sólo novelas, también drama, estética, arqueología. Y es que, al escribir, uno no debe pensar en su sexo, es decir, no es ya más “las mujeres y la novela”. Se escribe y ya, es más, alguna colaboración debe realizarse en la inteligencia entre hombres y mujeres para que la creación artística exista.

Para concluir la autora piensa: un poeta pobre tenía también dificultades, un chico pobre no tenía tampoco expectativas, igual que las mujeres, como se ha mencionado. Así, la creación artística necesita dinero, o sea, la independencia intelectual requiere de cosas materiales. Es por eso que se insiste tanto en la necesidad de dinero y un cuarto propio. Pero gracias a las mujeres que, con trabajo, fueron abriendo puertas, los males de las mujeres van en camino de mejorar. Pero ¿para qué escribir, si le es tan difícil a las mujeres? Pues por el propio placer, y en segundo término, porque siempre son deseables los buenos escritores. Porque poco a poco las mujeres van ganando terreno en gobernarse a sí mismas; y se debe seguir trabajando para que en el futuro eso crezca, y por las mujeres del pasado que abrieron brecha.

Referencia:

Wolf, Virginia (2007), Un cuarto propio; México: Colofón